junio 08, 2009

CESC FORTUNY i FABRÉ

Cesc Fortuny i Fabré (Barcelona, 1971) es músico, compositor y poeta. Ha publicado, con Marian Raméntol, el poemario Comiendo pelos como herejía poética (Ediciones Atenas; Barcelona, 2008) y ha sido incluido en la antología Domicilio de nadie (Isla Negra Editores; Barcelona, 2008). Es fundador y redactor de la revista electrónica La Náusea. Miembro del grupo musical O.D.I.

Un relato:

ASAMBLEA

Llevaba un pedo descomunal, había estado bebiendo durante horas en un bar del puerto. Ni siquiera sospechaba de la existencia de ningún bar en el puerto. Pensaba que con toda esa basura pija que se había instalado en la administración de la ciudad, no quedaría una sola taberna decente en toda Barcelona. Me equivoqué, y más allá de la zona “cool” llamada “Port Olímpic”, había bares donde los viejos escupían mocos verdes por el suelo, o donde el olor a grasa quemada te hacía toser y te jodía la garganta. Casi para siempre. Lugares escondidos en callejones mal iluminados, custodiados por sus putas, que hacen guardia toda la noche, ofreciendo sus peludos coños, que esconden bajo abrigos de pelo sintético. O putas que ofrecen sus coños de pelo sintético, y que esconden en abrigos peludos. Da igual. Llegué a ese bar con Marta, o mejor dicho, arrastrado por Marta, ya que habíamos estado en su apartamento bebiendo absenta y leyendo poemas de Andreu Navarra. Marta se ponía loca con Andreu Navarra, era como un afrodisíaco. Sillas de hierro bastante oxidadas, mesas de mármol, algunas partidas por la mitad, algunas sin el mármol, un enorme espejo roto en la pared, el suelo lleno de mierda. Un palacio. Marta se fue directa a pedir un par de absentas, yo encendí la pipa y me senté. Trajo las absentas, me metí la mía de un trago. Creo. No sé cómo, Marta ya no estaba, tenía esa habilidad, resbaladiza como una puta sardina, en cierto modo muchas cosas en Marta me recordaban al pescado. Me bebí su absenta, ella estaba en la barra flirteando con la camarera, una tía de unos cincuenta tacos, bizca pero con un culo tremendo. Me acordé de los meses que pasé con Marta en París, metidos allí en el corazón del Quartier Latin, en un apartamento tan pequeño que te lavabas los dientes con el cepillo vertical. En París, el alcohol es muy caro, y beber en un café es un lujo de pijos, así que nos pasábamos la tarde con un café au lait y la noche con un vaso de vino barato. Marta se pasó los días follando con desconocidas que encontraba en los cafés, yo me aburrí como un idiota. Así que, temiendo lo peor, me dediqué a beber mientras miraba embobado a tres viejos que jugaban al dominó. No recuerdo si eran las doce de la noche o la una de la madrugada, el caso es que pensé “¿qué coño hacen los viejos jugando al puto dominó a estas horas?”. Me fui a mear, intenté interrumpir varias veces los flirteos de Marta y la camarera, pero la absenta me había hecho transparente, estaban las dos sonriéndose como idiotas, y pasando de mí. Llegó un viejo arrastrando los pies y fumando la colilla de un puro, no medió palabra y se puso detrás de la barra. La cincuentona del maravilloso culo salió y se sentó junto a Marta. Llevaba una minifalda negra que mostraba sus enormes muslos, sus fantásticos muslos con algún que otro moratón. Seguían pasando del mundo. La música de fondo era absolutamente despreciable, y además la emisora estaba mal sintonizada, pensé en Merzbow tocando salsa. Le pregunté al viejo dónde estaba el lavabo y me indicó una puerta asquerosa junto al espejo roto. El tío me dio una llave y me advirtió que no la perdiera, que estaba hasta los huevos de los destrozos que le hacían en los servicios, y que le costaba un riñón mantener aquello en condiciones. Le dije que vale y me metí en el palacio. Se trataba de un espacio de un metro cuadrado con un techo de cinco metros de alto. Las paredes casi no tenían yeso y los ladrillos asomaban por todas partes. En la taza había un par de cucarachas flotando y moviendo las patas frenéticamente. El suelo era un charco de orines, no había agua en la cisterna y alguien había entrado a cagar antes que yo. El pomo de la puerta estaba empapado y no había donde lavarse las manos. Me sequé con el pantalón, meé con la camisa tapándome la boca y salí del palacio. Le devolví al viejo la llave y pedí otro trago. Hasta el culo de absenta, pagué y me fui. Marta había desaparecido sin despedirse. La noche en el puerto era húmeda, en realidad se había puesto a llover y yo no llevaba paraguas. Los paraguas me dan miedo, cuando era pequeño me ponía a llorar como un cabrón cada vez que me metían debajo de alguno, y mi madre me soltaba un buen par de hostias. Odio los paraguas. Así que en unos diez minutos ya estaba como un pulpo. Al poco de andar, y de tropezar con los adoquines de aquellas callejuelas, oí un griterío que me pareció infantil. Entre dos coches aparcados había un grupo de personas sentadas en el suelo, a la distancia que los empecé a ver no podía distinguir con claridad si eran hombres o mujeres, pero al acercarme vi que se trataba de críos.Tendrían unos doce o catorce años como mucho. Uno de los coches estaba completamente destartalado y albergaba a una mujer de unos sesenta años, vestida como una chica de diecisiete y pintada como un indio en pie de guerra. Llevaba la minifalda de leopardo subida hasta la cintura mostrando una nalga fofa y amoratada y tenía la cabeza metida en la entrepierna de uno de los chavales. “¡Termina ya, pesao!”, le gritaron los otros mientras se pasaban un bote de pegamento industrial. Pasé junto a ellos con la esperanza de no despertar su atención, pero, cuando ya estaba a unos cinco metros, una voz chillona me dio un golpe en la nuca. “¿Qué pasa, julái?, ¿no piensas pagar peaje?”, me hice el loco. “O te paras o te paramos, borracho”. Me di la vuelta. Los chavales se acercaban a mí con palos, navajas, cadenas, una jeringuilla y el pegamento. Recuerdo haber dejado la cartera en el suelo y, mientras me alejaba de espaldas, ver cómo los buitres se abalanzaban sobre el tesoro. Del coche salió el otro chaval, me di la vuelta y anduve deprisa. Supongo que me desplacé en zig-zag hacia la parte del puerto donde se hallan las mercancías, un arco iris de contenedores y descomunales barcos, grúas, camiones. Un balneario, vamos.
Era un enorme descampado sin asfaltar, lleno de charcos y de mala hierba. Seguía lloviendo. Meé sobre un charco, pensé en la orina mezclada con aquel lodazal, del agua salían burbujas, y de la meada un denso humo blanco. Tampoco sé muy bien cómo terminé en el suelo boca arriba. La lluvia salpicaba mi cara y mis ropas empapadas se mezclaban con el barro, creo que me sentí bien por primera vez en bastante tiempo. Me acordé de cuando me bañaba mi abuela. Al rato de estar tumbado, una sombra oscureció la poca luz que me llegaba de las farolas. “¿Estás bien, tío?”, había un enorme tipo con un paraguas que me miraba. “¿Qué coño haces ahí tumbado, hombre? Está cayendo la de Dios es pulpo”, abrí los ojos a regañadientes, la verdad es que me tocó los huevos tener que dirigirle la mirada. Era como un buey vestido con ropa de trabajo, pantalones azules y casaca azul, parecía un pitufo alimentado con clembuterol. “Mira, haremos una cosa, te vienes conmigo allí, al container, y te invito a unos tragos”. Me levantó como a un conejo sin soltar el paraguas y me llevó arrastrando los pies hacia el contenedor. Pensé que pretendía robarme, follarme y matarme, o matarme, follarme y robarme, el caso es que me vi jodido, y con la borrachera me veía incapaz de salir corriendo. Llegamos al contenedor y el tipo pegó un alarido: “Abrid, que voy cargado, ¡joder!”. Al abrirse la puerta metálica del container, apareció la cara llena de barba de otro búfalo como el del paraguas. “¿Quién es este?”, dijo con voz de pito. “Estaba tirado en un charco, lleva una chuza del quince. Si le dejo ahí se nos muere. Dale una cerveza”. Me senté en el suelo y me ofreció una cerveza con mala cara. Aunque creo que no tenía otra. Había otro tipo con coleta, sentado en el suelo dándome la espalda, varias cajas de cerveza y un extraño bulto en el rincón más oscuro, como un saco tumbado. “Estás en tu casa, bebe o duerme, o lo que quieras, entre amigos, coño, entre amigos”, dijo el búfalo del paraguas enseñando unos dientes negruzcos y troceados, y haciendo un ademán como barriendo el aire con la mano derecha. Se sentaron en círculo, me recordaron a aquellas madrugadas en que, antes de entrar al trabajo, nos sentábamos con unas litronas en un parque frente a la fábrica y nos bebíamos unas cuantas, bueno, antes de que nos echaran. Como un corro de indios fumando la pipa de la paz, pero aquí no tenían porros, sólo bebían y hablaban. Me tumbé y seguí bebiendo. Al rato, noté un desagradable olor, me pareció que provenía del saco del rincón, aunque al acostumbrar los ojos a la penumbra pude ver claramente que se trataba de un hombre, un tío delgado, con la ropa llena de barro y ¡joder! con una peste a mierda insoportable. Los tres tipos ni se inmutaban, o no tenían nariz o les daba igual.“… Lo que te decía, ¿vas a venir o no?”, dijo el del paraguas mientras terminaba una cerveza. “Estoy hasta los cojones de mi mujer, se cabrea por todo. Cuando me quedo en casa viendo el fútbol, se cabrea, y cuando salgo al bar a ver el fútbol, se cabrea igual”, dijo el de la barba con voz de pito y golpeó el suelo con el puño.“Pues pégale un par de hostias bien dadas y a correr”, increpó el del paraguas. Cogí una cerveza. “Este no tiene cojones”, dijo el tercero que me quedaba de espaldas. “Tú vete a tomar por culo, bastante tienes con lo de la niña de la panadera”. “¿Y qué pasa con la niña de la panadera?”, empecé a pensar que aquello de entrar en el contenedor había sido una buena idea, al fin y al cabo, allí dentro no llovía y la peste a mierda se soportaba al cabo de un rato. “Pasa que te has follado a una retrasada de once años, ¡joder!”, me terminé la cerveza. “¡Oye, oye! Yo no me he follado a nadie. A ver si te meto dos hostias”, miré a las cajas de cerveza y al montón de botellas vacías que había en un rincón. “Vamos, coño, parecéis críos. Siempre estáis igual. Yo lo que quiero saber es si vas a venir el sábado a ver el partido, o tienes turno de noche”, dijo el del paraguas poniendo la mano en el hombro del de la voz de pito. Se hizo un silencio, cosa que agradecí, abrieron una botella cada uno y echaron unos cuantos tragos. Yo aproveché para hacer lo mismo. “¿Y tú de dónde has salido?”, dijo el tío de la barba mirando hacia mí. “Dando una vuelta”, atiné a farfullar mientras seguía bebiendo. “¡Ja, ja, ja!, hueles a pijo a medio kilómetro”. ¡Joder!, me imaginé con la americana arrugada, la camisa llena de lamparones, los pantalones rotos y llenos de barro, sucio, mal afeitado, mal peinado y grasiento. Si ese cabrón me veía como a un pijo, ¿con qué clase de zombies me había sentado a beber? “Al menos no se folla a la niñas retrasadas”, volvió a atacar el que estaba de espaldas, que por un momento me dedicó una mirada. Parecía John Wayne con sarna, y lucía una gran calva culminada en una larga coleta. Visto de espaldas parecía un melenas, pero de frente no pasaba de ser un sesentón resistente, amante de Barón Rojo, me lo imaginé con su moto en la puerta de algún bareto heavy, de caza, esperando a alguna “pantera” para hincarle el diente. “Eres un hijo de puta, y te voy a romper la boca un día de estos”, se defendió el de la barba. “Te tenía por un amigo, y por eso te lo conté, no para que vayas jodiendo con tus cachondeos”, insistió antes de terminar su cerveza. “¡Coño!, ¿pero va en serio que te follaste a la niña?, ¡Jo, jo, jo!”, el del paraguas me hizo pensar en Papá Noel frente a la puerta de un colegio, con la cara enrojecida, dando caramelos a los niños mientras se toqueteaba la entrepierna. “Sí, este es un tigre”, dijo John Wayne. “Parad ya, coño. Todo fue muy rápido. Un día que su madre…”. “¿La panadera?” “No. Pues claro, ¿qué pasa, que ahora tiene dos madres?” “Hombre, como tiene dos padres”, y estallaron los tres en risas histéricas, como si les hubieran contado el mejor chiste de la historia. “… la panadera tenía que ir a pagar una factura al cerrajero…” “¡Uuuuiiii!”, exclamaron los otros dos riéndose como hienas. “…Total, que me pidió que cuidara de la niña”. “Y tú le diste el biberón”, dijo el del paraguas. “No sé, pero todo fue verla con la bata esa, allí sentada viendo la tele, y se me puso como una barra de encofrar”, y zarandeó el brazo derecho doblado por el codo y con el puño cerrado. “Al principio estaba reticente, pero luego se me agarró al capullo como una liendre”. Y los tres estallaron en carcajadas. “Menuda zorra la panadera, con el cerrajero, y deja a su hija retrasada con un desconocido”, dijo el del paraguas. “Mi mujer y ella son amigas del instituto”, aclaró el de la barba. “Como la dejes preñada perderán la amistad”, matizó John Wayne. Y volvieron a estallar en carcajadas. “A la panadera sí que me la follaba”, dijo John Wayne. “Coño, nos la podríamos follar los tres, como buenos amigos”, dijo el del paraguas levantándose un poco para rascarse el culo. “ … Sí, tú por delante, tú por detrás, y a mí que me saque brillo al ciruelo …”, y continuaron riéndose.
Pensé en tres asquerosas larvas comiendo su pedazo de carne, inmersas en él, tres moscas gordas jugueteando con la materia muerta, como un flirt con la putrefacción, tres autómatas con ansia de pus. Los insectos me repugnan, son los animales más cercanos a las plantas, más distintos a nosotros, costras duras llenas de vida, caparazones donde palpita la pulpa. Sin darme cuenta, me metí dos latas de cerveza en los bolsillos, y empecé a gatear hacia el exterior. Casi no podía tenerme en pie. Oí las risas dentro del contenedor, mientras me levantaba sujetándome a las puertas. Seguía lloviendo. Cerré y pasé el pestillo, al dar media vuelta empecé a oír sus gritos. “¿Pero qué coño haces, cabrón?”. “Abre y deja de hacer el gilipollas”. Golpeaban las puertas como un trío de mamuts, ¡blam! ¡blam! ¡blam! ¡blam!, con las palmas de las manos. “Abre, hijo de puta, o te como las tripas por el ojete…” ¡Blam!, ¡blam!, ¡blam!, ¡blam!, dijo una voz de pito. Me fui alejando, mientras sacaba una cerveza de mi bolsillo y la lluvia me resbalaba por la cara. Una fina cortina de agua se posaba como un pájaro sobre el terraplén de barro, las farolas enrojecidas soplaban una luz mortecina, y el bosque de contenedores me miraba con curiosidad. Mis pasos pararon sobre un charco, me pareció el mismo donde me había recogido el tipo del paraguas. Me arrodillé, y luego me recosté en el barro. Me sentí empapado, en medio del charco, dejé la lata junto a mi cabeza y me puse a mirar al cielo, viendo las gotas que se precipitaban sobre mí…, cómodo…, otra vez en casa…, me dormí.

CESC FORTUNY i FABRÉ

Foto: Ana Belén Aunión

4 comentarios :

Marian Raméntol dijo...

Fabuloso relato. Descubrir la potencia de este artista es toda una experiencia.

Gracias Mª Jesús por traérnoslo.

Un abrazo
MArian

Anónimo dijo...

Muchas gracias por tu generosidad Mª Jesús, me siento abrumado.

Cesc

Baco dijo...

Qué punto.
Tendré que buscarlo en librerías.
Bexos

María Jesús Siva dijo...

Mariam, también opino que este relato es fabuloso, tiene mucho enganche.
Gracias por pasar.
Besos.

Cesc, gracias a ti por este texto y tu amabilidad al aceptar publicarlo en este blog.
Besos.

Baco, desde luego tienes que leer a este autor. El texto tiene ese punto canalla y tierno en el fondo, es lo que le hace apetecible hasta el final.
Besos.